Así es la nueva guerra interna del capitalismo occidental (El Tábano Economista)
No fue una visita de negocios cualquiera. Fue una revelación, una sacudida para la psique corporativa occidental. Jim Farley, director ejecutivo de Ford Motor Company, una institución que encarna más de un siglo de hegemonía industrial estadounidense, recorrió fábricas chinas y regresó a casa usando un adjetivo poco común en el léxico autocomplaciente de las juntas corporativas: “aterrorizado”. Lo que vio no fue sólo mano de obra más barata o mayor eficiencia. Era un ecosistema tecnológico extraño, un ritmo de iteración que parecía desafiar las leyes de la física económica occidental. vehículos eléctricos con software Sistemas de conducción autónoma y reconocimiento facial tan avanzados como asequibles, producidos con una calidad que, en sus propias palabras, hizo palidecer lo producido en Occidente.
Este estupor no es anecdótico, sino sintomático. Es la punta del iceberg de la agitación estructural que está reconfigurando el orden global. Por un lado, el capitalismo financiarizado de Occidente, obsesionado con la extracción de valor y los espectaculares rendimientos a corto plazo. Por otro lado, el capitalismo de estado productivo chino, centrado en la creación de capacidades materiales y el dominio tecnológico a largo plazo.
No se trata sólo de una competencia geopolítica entre naciones, sino de un choque entre dos futuros capitalistas radicalmente diferentes, donde están en juego el futuro del empleo, la soberanía tecnológica y el estatus de civilización de Occidente. Esta es una crónica de un declive hegemónico anunciado por los patrones de la historia y acelerado por la miopía de las élites que confundieron la ingeniería financiera con el progreso.
El capitalismo occidental, especialmente en su encarnación anglosajona, ha sufrido una mutación fundamental desde los años ochenta. Poco a poco abandonó su alma productiva para abrazar las finanzas. Este modelo, que podríamos llamar “capitalismo de casino”caracterizado por la primacía absoluta del valor para el accionista sobre cualquier otra consideración, ya sea productiva, social o estratégica. Este dogma se traduce en un conjunto de prácticas extractivas que han agotado la capacidad industrial de Occidente:
– La tiranía de la redención: En lugar de invertir capital en investigación y desarrollo, modernizar instalaciones antiguas o formar una fuerza laboral de alta calidad, las corporaciones gastan sumas astronómicas comprando sus propias acciones en el mercado abierto. Este dispositivo contable, legalizado en 1982, no crea un único activo material ni un nuevo proceso de producción.
– El cortoplacismo como doctrina: La presión para generar rendimientos trimestrales cada vez mayores ha establecido la tiranía del presente. Esto llevó a una desinversión sistemática en la economía real. Las áreas manufactureras están colapsando, no porque sean inherentemente insostenibles, sino porque no son suficiente rentable en el horizonte miope de Wall Street.
– Quimera de crecimiento por adquisición: En este ecosistema, es más racional –y más rápido– crecer comprando competidores o empresas de sectores vecinos que mediante una laboriosa y lenta expansión orgánica de la capacidad de producción interna. Las fusiones y adquisiciones se convierten en el mecanismo de crecimiento preferido, creando conglomerados financieros gigantescos pero frágiles, cuyo valor reside más en su poder de mercado y sinergia contable que en su capacidad innovadora o productiva.
El resultado de esta mutación financiera es lo que los economistas heterodoxos llaman una “huelga silenciosa del capital”. El capital, en su forma líquida y especulativa, se niega a invertirse en la economía productiva. ¿Por qué correr el riesgo de construir una fábrica, con largos períodos de recuperación, cuando se pueden obtener rendimientos mayores y más rápidos especulando con derivados, divisas o comprando acciones? El sector financiero, que originalmente tenía la función social de dirigir los ahorros hacia inversiones productivas, dejó de ser un sirviente y se convirtió en un parásito de la economía real.
Frente a este modelo, China construyó un capitalismo de Estado orientado a la producción con disciplina espartana. Su sistema no niega el mercado, pero sin duda lo subordina a los objetivos estratégicos de la nación. La lógica aquí no es la maximización del valor para los accionistas, sino la maximización de la capacidad productiva nacional como pilar del poder geopolítico.
Mientras Wall Street se especializa en crear productos financieros cada vez más esotéricos, Beijing se especializa en crear la infraestructura productiva del siglo XXI: fábricas masivas, puertos en el extranjero, redes ferroviarias de alta velocidad y una cadena de suministro de energía renovable que domina el mundo. Ésa es la base material del desafío de China, y eso es lo que la lógica financiera occidental no puede entender, y mucho menos replicar.
La narrativa de que la financiarización es una fase del capitalismo que está “superada” o “más desarrollada” es una ilusión peligrosa. La obra del historiador económico Giovanni Arrigio, en su magistral libro «El largo siglo XX«proporciona un marco teórico para entender este fenómeno no como una innovación, sino como un patrón recurrente que señala el declive del poder hegemónico.
Arrighi identifica una serie de ciclos sistémicos de acumulación, cada uno impulsado por una potencia sucesiva (Génova, Gran Bretaña y Estados Unidos). Cada ciclo pasa por dos fases diferentes.
Por un lado, la expansión productiva. Surge una nueva potencia hegemónica con un modelo superior de organización productiva y comercial. Génova Él controlaba las finanzas. Gran Bretaña Desencadenó la revolución industrial y se convirtió en el “taller del mundo”. EE.UU dominado por la producción en masa fordista y la cadena de montaje. En esta fase, el capital se invierte principalmente en la esfera real de la producción: infraestructura, fábricas, comercio, tecnología. El crecimiento es tangible y se basa en una clara ventaja productiva.
La segunda etapa, la expansión financiera, por otro lado, ocurre cuando se alcanza el punto de saturación de la producción. La competencia aumenta, los beneficios de la producción real disminuyen y la hegemonía comienza a ser cuestionada. En este punto, la potencia hegemónica en declive experimenta una “mutación”: el capital, al encontrar menos oportunidades de obtener ganancias en la producción, migra a la esfera financiera. La economía es financiarizar. El centro del sistema deja de ser la producción de bienes y pasa a ser la acumulación de dinero a través de instrumentos financieros cada vez más complejos y especulativos.
El patrón descrito por Arrighi se ajusta casi a la perfección a la trayectoria estadounidense. Fase productiva (1945-1970): el dominio absoluto de la producción global, el patrón oro-dólar, el estado de bienestar y la era del “arsenal de la democracia” y la fábrica mundial. Punto de inflexión (década de 1970): crisis del petróleo, fin de Bretton Woods, reactivación de competidores (Alemania, Japón). La rentabilidad industrial comenzó a disminuir. Fase financiera (1980-presente): Con Reagan y Thatcher se desató la financiarización. El capital abandona una producción nacional costosa y competitiva y busca rentabilidad en Wall Street: reubicación, recompra de acciones, derivados, titulización, mercados de deuda. “El largo siglo XX” El estadounidense muestra los mismos síntomas terminales que sus predecesores.
Arrighi expone la paradoja y el conflicto geopolítico al señalar que, durante esta transición, el dominador en declive (financiero) y el aspirante (productivo) se convierten en interdependiente y antagónico al mismo tiempo. Interdependencia, el excedente de capital de la fase financiera estadounidense fluyó hacia China para financiar su auge productivo, buscando los altos rendimientos que ya no encontraba en casa. Esto impulsó la máquina china.
El antagonismo surge cuando el poder financiero se da cuenta de que está alimentando a su propio verdugo. La adicción se vuelve estratégicamente insostenible. De ahí las intervenciones temporales (expropiación secreta) mediante leyes de emergencia, de los Países Bajos, por ejemplo, a una empresa china. Nexperia, filial del ‘gigante asiático’ de chips Wingtech Technology: son intentos del viejo orden (Occidente financiado) de protegerse del ascenso del nuevo orden (China productiva), rompiendo la misma simbiosis que lo enriqueció.
Ésta es la gran paradoja: Occidente, que ha desechado deliberadamente su propia capacidad manufacturera en nombre de la eficiencia financiera, ahora se ve obligado a recurrir a la intervención estatal (subsidios masivos, como la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) en Estados Unidos, la Ley Europea de Chips, bloqueos) para tratar de revivir industrias que su propio modelo de negocios ha llevado a la muerte. Es una carrera contra el tiempo y la lógica financiera a corto plazo sigue siendo una carga enorme. ¿Las empresas invertirán los subsidios gubernamentales en investigación y desarrollo a largo plazo o los utilizarán para nuevas rondas de adquisiciones que inflen sus precios?
La intervención estatal, tan denostada durante el auge del neoliberalismo, ya no es una opción ideológica, sino la necesidad de la supervivencia nacional. El capitalismo financiero es estructuralmente incapaz de autorreformarse a la velocidad requerida por la crisis, porque toda su arquitectura de incentivos recompensa el cortoplacismo y castiga la inversión productiva de largo plazo.
La cuestión central, entonces, no es si China superará a Estados Unidos. La pregunta más profunda e inquietante es: ¿puede el capitalismo occidental, en su forma financiera actual, superar su propia lógica suicida? ¿Podrá revivir su agotada fase productiva antes de que el centro de gravedad del capitalismo mundial se desplace definitivamente hacia Asia?
La advertencia de Jim Farley, llena de terror visceral, es un reconocimiento de esta era cambiante. No es miedo a los competidores, sino pánico por haberse convertido en observador de su propia irrelevancia. La historia, como bien predijo Arrighi, está en movimiento. Y el sonido que escuchamos no es el de las líneas de montaje chinas, sino el sonido de los ciclos hegemónicos que vuelven a girar mientras Occidente, hipnotizado por los números verdes en la pantalla, se pregunta qué salió mal. La respuesta, desagradable y crítica, es que confundió riqueza con dinero y, en ese error, olvidó cómo se crea la primera.