El 13 de noviembre se cumplen cuarenta años de la tragedia de Armero. Y aparentemente ese es el único número seguro que tenemos sobre lo que pasó. El número de muertos, niños desaparecidos y supervivientes sigue siendo aproximado, con un margen de error de hasta el 20 por ciento. Vergonzoso. de todos modos Hace cuatro décadas, la comuna de más de 28.000 habitantes -según el censo de 1985- quedó completamente destruida durante la erupción del volcán Nevado del Ruiz. La avalancha recorrió el cañón del río Lagunilla durante casi dos horas hasta llegar al valle donde se encontraba mi pueblo natal. Las pérdidas humanas superaron las 23.000 personas; Más de 580 niños desaparecieron y sólo unos 5.000 sobrevivieron.
Este año también se conmemoró la huida del pueblo armerita a diversos lugares del país. Diáspora. Los pocos que sobrevivieron se instalaron en comunas como Ibagué, Honda, Soacha, Lérida y algunas en el antiguo distrito de Armero, llamado Guayabal, a donde fue trasladado el alcalde de la comuna -por orden del departamento, y no por decisión libre de los armeritas-. Esta solución, aunque aparentemente bien intencionada, no fue el resultado del más mínimo plan por parte del Estado. A diferencia de otras tragedias de la historia reciente de Colombia –como la de Armenia o Gramalote– no hubo ningún plan para reconstruir Armero. El gobierno entregó algunas casas (en mal estado, por cierto), lo que es muy diferente a reconstruir la ciudad, su identidad. Esto requirió el desarrollo de infraestructura vial y social, y especialmente la creación de oportunidades productivas que nos ayudaran a emerger -física y mentalmente- del lodo en el que nosotros, los armeritas, estábamos enterrados.
El gobierno de turno no evitó una tragedia humana -no una erupción que fuera inevitable- pero El Estado, en general, ha fracasado casi intencionadamenteya sea por acción u omisión, durante estos 40 años. La tragedia de Armeryt comenzó unos meses antes del 13 de noviembre de 1985, pero continúa sistemáticamente hasta el día de hoy.
Consejo de Estadopor ejemplo, en una vergonzosa sentencia de 1994, no sólo negó la alegación del demandante de falta de prestación del servicio, sino que también sostuvo que absolvió al Estado colombiano porque no podía saber cuándo entraría en erupción el volcán. Es claro que un evento natural como el ocurrido constituye un caso típico de fuerza mayor y no fue necesario traer testigos externos, como fue el caso del Estado, para demostrar que la fecha de la erupción no podía ser prevista. Lo reprobable es que, habiendo tenido información del inminente evento con meses de anticipación y al menos dos horas para evacuar la ciudad mientras la lava caía por el cañón a una distancia de 23 kilómetros desde el nevado hasta Armero, el Estado no hubiera hecho nada. Por si fuera poco, al demandante no sólo se le negó la condición de víctima, sino que el Consejo de Estado también le condenó en costas.
Por su parte, la Asamblea del Tolima, ignorando los principios más básicos derivados de la posición de garante que recae en el Estado -entre ellos la obligación de no causar daños- afirmó en dicho reglamento: “Los armeritas saben que en caso de erupción, la nueva capital correría el riesgo de perderse, pero expresaron la voluntad de sufrir su propia suerte antes que abandonar lo que era tan querido para ellos: el amor a su patria”. No, señores. El Estado no puede permitir la construcción en una zona clasificada como de “riesgos que no pueden mitigarse”. No se trata de una decisión de un administrador, sino de un deber inquebrantable del Estado: impedir nuevas tragedias humanas.
Este episodio no tiene carácter anecdótico e ilustra la deriva institucional a la que hemos sido sometidos los armeritas, porque esta declaración careció del más mínimo estudio técnico que permita determinar si el actual asentamiento de Armero-Guayabal se encuentra en zona de riesgo o no.
En 2013, el Congreso de la República dictó la Ley N° 1682, mediante la cual el Estado buscó “Recuperar la dignidad de una ciudad sumida en el barro y el olvido, y apoyar el desarrollo integral y armónico de la economía de la comuna de Armero-Guayabal”. Este proyecto de ley describe mandatos claros y ejecutables: restitución legal, frontera, parque temático, preservación de ruinas, conmemoración anual. Sin embargo, no incluye en su texto un órgano autónomo de supervisión ni un mecanismo institucional permanente de control ciudadano con funciones específicas de seguimiento de su cumplimiento, por lo que no ha sido implementado. Además, dicha ley debería estar totalmente reglamentada, pero hasta el momento esto no ha sido motivo suficiente para que las entidades nacionales y departamentales eviten su cumplimiento. Vale la pena agradecer el esfuerzo individual del Ministerio de Cultura –durante el gobierno de Juan David Correa– y del Sistema Notarial y Registral para el desarrollo del Registro Unificado de Propietarios Municipales de Armero (RUPU). Sin embargo, las acciones del Estado resultaron casi ineficaces en relación con el objetivo principal de la ley: defender la memoria y la identidad del pueblo armenio. No existe una sola persona institucional que lidere y promueva su pleno cumplimiento.
La norma impone al Estado, entre otras, Responsabilidades: (i) promover la inversión y proporcionar medios para mejorar la calidad de vida en Armero-Guayabal; (ii) emprender acciones para la restitución legal de terrenos urbanos; (iii) promover programas de apoyo técnico y financiero en términos de ayuda, capital de trabajo y activos fijos que conduzcan al desarrollo regional; (iv) desarrollar programas de microcrédito dirigidos a pequeñas empresas rurales y urbanas; y (v) ofrecer capacitación y asistencia técnica especializada. Todo ello brilló por su ausencia, lo que nos impidió a los armeros regresar a nuestra ciudad y ejercer el derecho a la identidad y al arraigo territorial.
Después de cuarenta años, los armeritas necesitan algo más que misas y monumentos.
Exigimos un derecho constitucional a la identidad. Fuimos expulsados de nuestro territorio por circunstancias ajenas a nuestra voluntad, pero hoy queremos regresar. Tenemos derecho a lo nuestro, a nuestras raíces, a no ser olvidados. Que en nuestros documentos conste que nacimos en Armero. Tener un territorio que realmente nos pertenece. Viajamos por el mundo como nómadas, contando una historia difícil de creer: no teníamos ciudad natal. No se ha producido ninguna reparación para los armeritas como nación, y este puede ser un buen momento para hacerlo. Las reparaciones colectivas son necesarias y necesarias para los pocos supervivientes.
No me refiero a una indemnización por muerte evitable o por daños físicos, psíquicos o materiales -a los que también tendríamos derecho-, sinoa la necesidad de volver a pertenecer al territorio que nos fue arrebatado: el derecho a reconocerse como comunidad. Ésta es la reparación que exijo hoy: la reconstrucción de mi nación a través de políticas inmobiliarias que nos devuelvan lo que perdimos hace cuarenta años.
Esto requiere una reactivación de la economía regional, como lo exige la Ley 1682. Nadie querrá regresar –y los pocos que queden querrán irse– si no hay oportunidades productivas que les permitan quedarse. Para revivir a Armero se necesita política de Estado, un objetivo nacional que permita: (i) la creación de una comisión permanente de alto nivel responsable de la implementación de la política de reconstrucción con la participación de los ciudadanos, representantes del pueblo armenio y del Estado (nacional, departamental, municipal) con el fin de transformar el mandato legal en una realidad concreta; (ii) la creación de una Comisión de la Verdad que cuente la historia como realmente sucedió y promueva la búsqueda de niños desaparecidos, algo en lo que la Fundación Armando Armero ha trabajado casi incansablemente; (iii) identificación del grupo afectado; (iv) poner fin a RUPU como un paso preliminar hacia los esfuerzos legales de restauración de tierras urbanas, para lo cual necesitaremos jueces ad hoc para resolver las controversias de membresía que sin duda encontraremos; y (v) la eventual reubicación de la comunidad armerita en territorio libre de riesgos con carreteras, hospitales, escuelas y oportunidades de desarrollo. Lo que los ciudadanos de Armero necesitan es que el Estado realmente traslade el antiguo centro de Armero a un lugar seguro, no por orden departamental, sino por una política de reparación colectiva para una ciudad que ha sido revictimizada durante 40 años.
Es hora de que el Estado promueva el regreso de los armeritas a través de proyectos de infraestructura productiva y social, y no a través del sofisma de construir un parque en una zona de riesgo a la que probablemente solo irán los armeritas cada año el 13 de noviembre. Hasta la tragedia, Armero era la ciudad más próspera de la región y puede que vuelva a serlo. Ésta es nuestra esperanza y nuestro proyecto de vida. Cuarenta años después, la tragedia de Armero ya no puede seguir siendo un archivo polvoriento ni un recuerdo de aniversarios. El abandono del Estado no se compensa con tributos, sino con decisiones.
Es hora de que el país entienda que la reparación no se logra con flores ni discursos, sino con justicia, identidad y territorio. No pedimos simpatía: exigimos memoria, dignidad y retorno. Porque una ciudad no muere bajo el barro mientras tenga esperanzas de volver a casa.
Armeritas piden un ‘lugar en el mundo’
Los familiares de las víctimas hablan de una de las grandes heridas abiertas.
“Nos gustó todo de la ciudad y sus alrededores. Nos encantó el río Lagunilla, que provocó la tragedia”, dice Rodrigo Ariza, un periodista armeriano que, cuatro décadas después, se pregunta por la identidad de su ciudad que intentó ser sepultada por una avalancha. Además de la pérdida de gran parte de su familia, para él otra herida que sigue abierta es el hecho de que, como armeritas, ya no tiene una tierra a la que regresar: “No tenemos patria donde podamos decir que cuando sea viejo quiero morir en la tierra donde nací”. Muchos tuvieron que reubicarse donde fuera posible, con la esperanza de reconstruir las vidas que dejaron sepultadas bajo un espeso barro. También quedaron rastros de la esquiva cultura con la que empezaron a arraigarse en nuevos lugares. “Nos vimos obligados a asimilar muchos aspectos de la identidad de otras regiones”, añade Carlos Murad, un superviviente. En palabras de Jorge Mauricio Murad, “somos una nación dispersa que reconstruyó su sentido de pertenencia desde la memoria. Nos enviaron a diferentes lugares en lugar de una reconstrucción estructural de la comuna que dividió el tejido social”. La sombra de la tragedia todavía los persigue como una marca indeleble. Así lo explica Ana Deyssi Meneses, también armerita que sobrevivió a la tragedia. “Armero se ha convertido en un símbolo de dolor, pero también de resiliencia para superar la adversidad”. Para Rosa Cecilia de Murad, “la gran tristeza de regresar al lugar donde estuvo la ciudad es saber que nuestros seres queridos se han ido, pero este lugar destruido seguirá siendo Armero para siempre”.

