Premio Nobel por suicidio ambiental – En la mira

Premio Nobel por suicidio ambiental

 – En la mira

Cincuenta años después, las cosas no han cambiado mucho. En economía académica, sigue siendo raro encontrar un análisis que tenga en cuenta seriamente la dependencia ecológica de la actividad humana. El último Nobel de Economía reproduce esa misma miopía

Hace más de cincuenta años, un informe del Club de Roma titulado “Límites de crecimiento‘, dirigida por Donella Meadows, provocó una feroz reacción por parte de los economistas tradicionales. El documento de 1972 predijo que “el planeta alcanzará los límites de su crecimiento dentro de los próximos cien años”, de modo que durante el siglo XXI el agotamiento de ciertos recursos naturales provocará una inevitable disminución tanto de la población como de la capacidad industrial. En resumen, el crecimiento económico colapsaría y la sociedad tal como la conocemos desaparecería.

Dos años antes, el estadounidense Paul Samuelson había ganado el Premio Nobel de Economía, por lo que cuando se publicó el informe aprovechó su renovada fama para criticarlo. Samuelson consideró el trabajo de Meadows como un ejercicio de histeria, mientras que su alumno William Nordhaus lo consideró “pura fantasía”. Nordhaus reconoció que los economistas tienen una “reacción alérgica y violenta”, aunque justificada, contra las tesis pesimistas del informe del Club de Roma.

Cincuenta años después, las cosas no han cambiado mucho. En economía académica, sigue siendo raro encontrar un análisis que tenga en cuenta seriamente la dependencia ecológica de la actividad humana. Y cuando se aborda el tema, normalmente se hace a partir de un análisis costo-beneficio que ignora un punto fundamental: la economía es un subsistema del sistema Tierra, no al revés. El hecho de que Nordhaus ganara el Premio Nobel en 2018 “por integrar el cambio climático en el análisis macroeconómico” es un buen ejemplo de esta ceguera. Sus modelos, más controvertidos que útiles, han justificado durante décadas una acción débil y superficial asumiendo que el crecimiento futuro compensará el daño ambiental actual.

El último Premio Nobel de Economía, concedido hace unos días a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt, reproduce esta misma miopía. Los tres han sido premiados por “explicar el crecimiento económico impulsado por la innovación”, pero su visión del mundo mantiene intacta la premisa de que la economía está por encima de la naturaleza. Y eso tiene consecuencias.

Mokyr: una revolución industrial sin carbón ni colonias

El caso de Mokyr es más conmovedor porque es un historiador económico que intentó explicar los orígenes de la revolución industrial, que para casi todos los científicos es el comienzo del Antropoceno. Su especial interpretación se basa en el papel de lo que se llama economía del conocimiento, es decir, la acumulación de conocimientos teóricos y prácticos que luego tienen una aplicación directa o indirecta en el proceso de producción. Para Mokyr, el papel de las ideas, encarnadas en personas particularmente inteligentes y creativas, determinó el destino de la revolución industrial en Inglaterra.

Esta visión de la historia económica encaja como un guante con los modelos de la nueva teoría del crecimiento, y especialmente con la conceptualización de lo que se llama “capital humano”, que pretende acumular el conjunto de conocimientos y habilidades que posee cada trabajador. La mayoría de los economistas convencionales actuales ponen especial énfasis en este aspecto, promoviendo la formación educativa y profesional como garantía del éxito del desarrollo económico. Lo que permea ambas concepciones es un individualismo descarado, donde los atributos de personas de carne y hueso determinan el éxito o el fracaso, subestimando el papel de las estructuras productivas y otros elementos críticos -que no son responsabilidad de los trabajadores- en el desarrollo de los países.

Sin embargo, lo más sorprendente -y quizás más preocupante- del análisis de Mokyr es la ausencia total de factores geográficos y ambientales en su explicación. El propio autor argumentó que el abundante suministro de carbón de Gran Bretaña no jugó un papel significativo en la Revolución Industrial, e incluso minimizó la importancia de la máquina de vapor. En su opinión, la creatividad humana era la verdadera fuerza impulsora detrás del proceso, por lo que incluso sin carbón los británicos habrían encontrado otras fuentes de energía para impulsar su nueva tecnología. Esta interpretación revela una visión abiertamente hostil hacia el pensamiento ecológico, que Mokyr asocia con una especie de fundamentalismo religioso que, según él, defiende una posición conservadora en la que la humanidad gestiona la naturaleza, pero no la domina. De ello se deduce que en Mokir el sueño prometeico mantiene encendida la llama.

El trabajo de Mokyr es instructivo, pero dista mucho de comprender plenamente el proceso de la Revolución Industrial. Hay muchos historiadores económicos que presentan una visión mucho más realista y completa del surgimiento de las sociedades modernas. En ‘La guerra de la energía’ (enero de 2026) abordó esta cuestión, pero aquí basta con nombrar tres: Kenneth Pomeranz, Edward A. Wrigley y Jason Moore. El trabajo combinado de estos tres permite comprender que la revolución industrial sólo fue posible debido a la combinación de una fuente barata de energía proveniente de combustibles fósiles y la existencia de redes coloniales tejidas por el imperialismo, que incluían el uso de los recursos naturales y las tierras más fértiles y baratas del Nuevo Mundo -tras arrebatárselas a los pueblos indígenas-, así como el trabajo esclavo o esclavo en África -en los indios-. Con una narrativa tan desagradable para el mundo occidental, es poco probable que alguno de estos historiadores gane algún día un Premio Nobel de Economía. Y que, en rigor, sólo este último se considera ambientalista y marxista.

Aghion y Howitt: la innovación como ungüento universal

El caso de Aghion y Howitt es, al mismo tiempo, diferente y similar. Diferente, porque no son historiadores sino economistas dedicados a analizar las variables que impulsan el crecimiento, y por tanto centran su mirada en el futuro, no en el pasado. Pero también similar, porque su concepción de la economía vuelve a situarla por encima de la naturaleza, entendida no como un conjunto de límites biofísicos insuperables, sino como una fuente prácticamente inagotable de recursos disponibles para la expansión humana.

Muchos economistas -incluidos algunos progresistas- celebraron la concesión del Premio Nobel a Aghion y Howitt. En parte porque su obra revive la vieja intuición de Joseph Schumpeter, quien entendía el desarrollo económico no como un proceso lineal, sino como una dinámica cíclica impulsada por la innovación y la creatividad humana. Dentro de la teoría del crecimiento, un campo fuertemente formalizado y de considerable complejidad matemática, esta incorporación es significativa. Y, como suele ser el caso, no se trata sólo de teoría: las implicaciones de la política económica difieren significativamente de las derivadas de viejos modelos, más afines al libre mercado y al paradigma neoliberal. Sin embargo, a pesar de su aparente renovación, las contribuciones de Aghion y Howitt siguen ancladas en el marco conceptual dominante, el de la escuela neoclásica, y por tanto no sorprende que su tratamiento de la ecología sea tan profundamente limitado.

De hecho, en el capítulo 16 de su libro ‘Economía de crecimiento’, Aghion y Howitt presentan un modelo de crecimiento económico que, según ellos, integra la dimensión ecológica. Es interesante centrarse en este punto porque resume todo el pensamiento convencional de los economistas. En primer lugar, lo que hacen es incorporar al antiguo modelo de crecimiento el supuesto de que los recursos naturales son escasos. Dado que la producción de bienes y servicios requiere estos recursos, es intuitivo que el crecimiento se detendrá en algún momento. Por ello, los autores abandonan ese modelo y recurren a un nuevo modelo schumpeteriano, que tiene en cuenta la innovación debida al “capital humano” y ofrece así la posibilidad de un crecimiento infinito. Moraleja: la innovación es la clave para superar los problemas medioambientales.

Los modelos de Aghion y Howitt se centran en las fuentes, que reconocen con razón como finitas y no renovables, pero dejan de lado el análisis de los sumideros: la capacidad del planeta para absorber los desechos resultantes de la actividad económica, incluido el CO₂ responsable del cambio climático. Quien centró su atención en este tema fue el ya mencionado William Nordhaus, quien desarrolló modelos diseñados para evaluar el impacto del cambio climático y determinar las políticas necesarias para reducir las emisiones. Sin embargo, tanto en Aghion como en Howitt y Nordhaus (en general, la mayoría de los economistas formados en este paradigma) persiste la misma creencia subyacente: la creencia de que la innovación tecnológica será suficiente para resolver los problemas ambientales.

La vieja creencia en la “sostenibilidad débil”

Esta forma de abordar la cuestión medioambiental tiene sus raíces en los años de informes del Club de Roma. Dos economistas de la corriente principal, Robert Solow y Joseph Stiglitz, ambos ganadores del Premio Nobel, respondieron luego a los argumentos de los ambientalistas con modelos en los que la naturaleza aparece bajo la etiqueta de “capital natural”. La premisa central de estos modelos era que dicho “capital natural” podría ser sustituido por otros tipos de capital -maquinaria, conocimiento, infraestructura, etc. En consecuencia, incluso si los recursos naturales fueran escasos y limitados, su agotamiento no constituiría un obstáculo insuperable para el crecimiento económico. La conclusión fue alentadora y mientras la economía siguiera expandiéndose -impulsada por la innovación- la escasez de recursos o el daño ambiental terminarían por volverse irrelevantes.

Esta polémica ya provocó una fuerte polémica en los años setenta con los primeros economistas ecológicos, especialmente Herman Daly y Georgescu-Roegen. Este debate fue ignorado por la mayoría de los economistas posteriores, y es raro que algún estudiante actual lo sepa, pero dio origen a los términos “sostenibilidad débil” y “sostenibilidad fuerte”. El primero se refiere al tratamiento de los economistas neoclásicos, que asumen la sustituibilidad del capital natural; El segundo se relaciona con el tratamiento de los economistas ambientales, quienes no sólo reconocen que el capital natural no es reemplazable, sino que también argumentan que hay daños ambientales irreparables que no pueden compensarse con dinero.

Fuera del estrecho mundo de los economistas, la mayoría de las personas con un mínimo de sentido común estarían de acuerdo con los economistas ambientales. Por mucho que lo admita el modelo matemático neoclásico, la escasez de recursos naturales no puede ser sustituida por máquinas; Ni la física ni la biología lo permiten. Al mismo tiempo, los daños a los ecosistemas (pérdida de biodiversidad, contaminación del aire y del suelo, desertificación o cualquier otro indicador crítico del sistema terrestre) pueden ser catastróficos e irreversibles. Sin embargo, los modelos de Nordhaus… ¡por eso ganó el Premio Nobel! — se basan en el supuesto de que el crecimiento económico hará que las generaciones futuras sean más ricas y, por lo tanto, más capaces de afrontar los costos del cambio climático. De esta premisa se desprende una conclusión peligrosa: que hoy no es necesario actuar con demasiada fuerza para reducir las emisiones.

En definitiva, los últimos Premios Nobel ni siquiera representan un progreso, sino la consolidación de una manera de pensar la relación entre economía y naturaleza que es, en el sentido más literal, un suicidio civilizacional. Para decirlo sin rodeos: una civilización que crea que puede sustituir el agua con inteligencia artificial está condenada al fracaso. Mientras atravesamos una crisis ecosocial sin precedentes, decenas de miles de estudiantes de economía se gradúan cada año en todo el mundo educados en una visión del mundo que es tan elegante en sus ecuaciones como inútil para abordar los desafíos del presente. Por lo tanto, no sorprende que -dado que son estos economistas quienes dirigen, directa o indirectamente, la política gubernamental- medio siglo después deLímites de crecimientoLos indicadores críticos del sistema Tierra, empezando por las emisiones de gases de efecto invernadero, han seguido deteriorándose.

25.10.2025

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