Cúcuta, una ciudad vibrante y llena de contrastes, ha emergido como un refugio para miles de migrantes venezolanos que buscan reconstruir sus vidas en medio de una profunda incertidumbre. En la icónica Plaza de Banderas, muy cerca del Estadio General de Santander, encontramos a Elena Mendoza, quien ha estado utilizando su habilidad única para mezclar masa de maíz con la esperanza de crear no solo alimentos, sino también una fuente de ingresos que ha perdurado a lo largo de los años.
El sonido de una mezcla gruesa y dorada cayendo en una sartén caliente inunda el aire con un aroma dulce y nostálgico. “Las mandocas provienen de mi tierra”, dice Elena con un orgullo palpable. Mientras moldea a mano el Pasaboboc, la situación de la vida diaria se revela: por un lado, ofrece su talento culinario, y por otro, enfrenta los retos de la xenofobia, la explotación laboral y la violencia que dominan la ciudad. Este es, tanto su lugar de trabajo como su espacio de reflexión, un sitio donde escucha, observa, se protege y reposa.
Una promesa rota de una nueva vida
Cada historia comienza con un punto de partida, y la de Elena no es diferente. Su relato se ve interrumpido por el momento en que una motocicleta reduce la velocidad a su lado. El conductor, con el casco aún puesto y sin salir de la moto, hace un gesto. Elena suspira y, sin vacilar, abre su canguro y saca boletos para la transacción. El intercambio se realiza en silencio, y la motocicleta se aleja enseguida. “Cuando no me entiendes, tengo que pedir prestado”, dice.
Originaria de Agua Santa, en el estado Trujillo de Venezuela, Elena luego se mudó a Cabudare, Lara. Allí, se desempeñó como estilista y manicurista profesional, contando con su propio negocio y una base de clientes leales que, a pesar de las crisis, proporcionaron una cierta estabilidad en su vida. Sin embargo, la violencia, las “guarimbas” y la persecución política la llevaron a una decisión difícil: la elección entre su propia supervivencia o permanecer y arriesgarlo todo.
“Fui secuestrada, vi otros secuestros y sufrí violencia sexual en mi propio negocio. Tuve que decidir entre vivir o quedarme, así fue como se fragmentó mi vida”, recuerda con lágrimas en los ojos, aunque con la fortaleza que ha cultivado a través del sufrimiento.
El trayecto no fue sencillo. Cruzar la frontera significó dejar atrás su hogar, sus recuerdos y a numerosas personas queridas. Una vez en Cúcuta, la prometedora visión de un futuro mejor se disipó como un espejismo. “Me habían dicho que podría trabajar en mi oficio, que ganaría en pesos y que viviría mejor. Pero la realidad fue completamente diferente. Extravié mis herramientas de trabajo y, con ellas, la oportunidad de continuar mi carrera”, lamenta.
Con el tiempo, se dio cuenta de que debía reinventarse y decidió vender café en las calles. “Al principio, me sentía avergonzada, pero aprendí que la dignidad no se encuentra en lo que vendes, sino en cómo enfrentas la vida cada día”, reflexiona.
Pelea diaria en asfalto
El comercio informal en Cúcuta se asemeja a una jungla donde los más débiles son absorbidos por la vorágine. Los vendedores ambulantes no solo deben competir entre sí por las mejores ubicaciones, sino que también se ven obligados a pagar comisiones, enfrentando la amenaza de represalias de las autoridades.
“Si deseas establecerte en ciertos lugares, debes pagar. Y si no lo haces, te quitan lo que has ganado”, explica Elena. La otra opción es trabajar el doble de horas, sacrificando su salud, bienestar y tiempo en familia. “Salgo temprano en la mañana y regreso a casa cuando he logrado lo suficiente; no tengo un horario fijo”, confiesa con resignación.
Sin embargo, el miedo acompaña cada sacrificio. La violencia en Cúcuta es como una sombra que acecha en cada esquina, en cada barrio. “Aprendes a leer el ambiente. Si la calle está demasiado vacía, suelo sospechar que algo no está bien. Recientemente, cuando hubo una explosión cerca, sentí que algo malo iba a suceder y decidí irme a casa temprano”, comparte Elena.
En la Plaza de Banderas y en otros lugares de Cúcuta, ha presenciado peleas entre vendedores por un buen sitio, disturbios, agresiones, e incluso asesinatos. “Aquí nadie te protege. Si no reclamas tu espacio, te lo arrebatan. Por eso siempre tengo que estar lista para defenderme”, sostiene mientras acaricia una pieza de billar que un amigo le dio para protegerse. También lleva un cuchillo como medida de seguridad.
La importancia de ser mujer y migrante
Ser mujer y migrante en un entorno hostil es una carga que lleva consigo un peso profundo. Cada día, Elena enfrenta comentarios sexuales inapropiados, propuestas indecentes y el constante peligro de la trata de personas. “Siempre hay un hombre que te acosa, que quiere presionarte para que vendas algo y, a menudo, simplemente se cruza en el camino”, dice. Para muchas mujeres en su situación, las calles se convierten en trampas mortales. “Conozco a mujeres que han terminado en la prostitución porque no tienen otra alternativa. También he visto cómo algunas se involucran en actividades delictivas, porque esa es la única manera de sobrevivir”, revela con tristeza.
Elena podría haber escogido ese camino, pero ha decidido resistir. A pesar de todo, la violencia ha dejado su huella en diferentes aspectos de su vida. Hace unos años, dos jóvenes de la comunidad LGTBIQ+ cercanos a ella fueron abordados por narcotraficantes. “Intentaron forzarlos para que vendieran drogas en la calle. Les advertí que se alejaran de eso, pero ellos tenían miedo de rechazar la oferta. Terminaron en un ciclo de amenazas y tuvimos que alejarnos para protegernos”, cuenta con pesar. Desde ese momento, ha sido consciente de la crueldad de las calles. “Aquí no hay lugar para la debilidad. Si bajas la guardia, te devoran”.
Elena, madre y líder
En medio de su lucha diaria, Elena ha encontrado una razón aún mayor para seguir adelante: su hijo de tres años. “Él es mi razón de ser. Todo lo que hago es por él”, dice mientras su rostro brilla con una sonrisa que revela los signos de sol y agotamiento. No obstante, ser madre soltera en su situación presenta enormes desafíos. “Una vez me lo quitaron durante tres días porque alguien dijo que lo tenía en la calle. Fue el dolor más profundo que he sentido en mi vida”, recuerda con nostalgia. Desde entonces, paga a una persona de confianza para que lo cuide mientras trabaja. “No quiero volver a experimentar eso”, agrega con determinación.
A pesar de todas las adversidades, Elena sigue adelante. “No puedo rendirme. Si lo hago, ¿quién se encargará de mi hijo?”, pregunta con angustia. Lucha cada día, enfrentando largas horas de trabajo, incertidumbre y la incapacidad de detenerse a reflexionar. “Vine aquí para pelear, y tengo la intención de luchar hasta el final”.
Sin embargo, su historia no se limita a su actividad de ventas. Con el tiempo, Elena ha descubierto que su voz puede resonar más fuerte. Poco a poco, comenzó a involucrarse en iniciativas sociales y finalmente llegó al Consejo Asesor de Mujeres en Cúcuta. “Nosotros, los migrantes, tenemos que luchar el doble. No solo trabajamos más, sino que también enfrentamos la violencia, el abuso y la explotación”, afirma con convicción.
En el Consejo, Elena ha aprendido a transformar su ira y dolor en acción, colaborando con otros 25 líderes en la comunidad. Ha participado en mesas de trabajo con la oficina del alcalde, representando a migrantes y refugiados, y denunciando graves casos de abuso. “Si no alzamos nuestra voz, seguiremos sufriendo”, enfatiza.
Sin embargo, la lucha no es sencilla. A menudo, los problemas que enfrenta en la calle la siguen en su rol de liderazgo. “No solo en la venta, sino también en el activismo, intentan silenciarte. A veces recibo amenazas, y en otras ocasiones, simplemente ignoran lo que digo”, comparte con una mezcla de frustración y determinación.
A partir del 16 de enero, el Estadio General Santander se ha convertido en refugio para cientos de familias que han huido de la violencia en Catatumbo. Elena ha visto a estas personas llegar, trayendo consigo lo poco que pudieron salvar y con el mismo dolor que ella experimentó al dejar Venezuela. “Verlos llega profundo. Me recuerda todo lo que viví y me da más ganas de luchar”, dice con pasión. La violencia en Catatumbo ha desplazado a muchas personas, muchas de las cuales enfrentan la misma situación que vivieron los migrantes venezolanos: desempleo, falta de hogar y un futuro incierto. “Es la misma historia con otro nombre. Perdieron todo como nosotros”, sentencia Elena.
Danglis Elena Mendoza Piña no es simplemente una vendedora callejera; es una guerrera, una sobreviviente y una madre incansable. Su historia es la voz de los invisibles, aquellos que luchan diariamente en las calles y son ignorados, pero que al mismo tiempo son indispensables. “No sé qué deparará el futuro, pero tengo claro que no me rendiré. Vine a este país para luchar, y me quedo aquí hasta el final”, afirma decidida, mientras mira las fotos de sus dos hijas que viven en el extranjero.
Mientras los tambores empiezan a sonar, el nuevo día está a la vuelta de la esquina, y los Barristas practican sus canciones. Elena se apresura a preparar todo para la jornada. “No puedo rendirme”, dice con una sonrisa fatigada. Sin embargo, la lucha sigue viva, ardiendo en el fuego de su pequeña cocina, presente en cada mandoca, en cada acto de resistencia, en cada mujer que representa y que, a pesar de todo, continúa su batalla por un futuro mejor.
Andrés Carvajal Suárez
En el momento de Cúcuta